XII Manda-miento



Y… NO ACUMULARÁS RIQUEZAS


“Mors certa, sed hora incerta” (32)


Mi primer dulce recuerdo: yo encaramada en una silla soplando diminutas luces de un gigante pastel de chocolate y, en lo alto de la pared, la imagen de un señor barbón, con el corazón afuera, que según mi tía, era el Dulce Jesús. Mi primera amargura: los sollozos de mi madre, siempre al atardecer, y por la misma causa: el inexplicable silencio de su desertor. Como única hija, alcanzaba siempre mis caprichos, excepto cuando pretendí emigrar con ella, en busca de mejores crepúsculos; con un padre cariñoso y barrigón para mí; y, para mi mamá lo que ella siempre demandaba y, que nunca entendí, encontrar por fin… mejores días.

Cumplía los doce años cuando enredadas en urgencias y equipajes llegamos al fatídico aeropuerto y mientras yo, vestida de verde y llanto, me aferraba a la mano de mi tía, mi otra mano estrujaba contra mi pecho, la funda de los chocolates. Hastiada de llorar, contemplé como el escurrido rimel se perdía en la multitud… Desde aquel instante quedé: golosamente confundida. Anegada en lágrimas y rencor retorné con mi tía al pueblo. Entramos en casa, y yo, en rebelde silencio a mi alcoba. Al día siguiente, vencida aún por el enojo, continué con el empaquetado de mi ropa y demás enseres exigidos por las monjas. Un frío lunes de octubre fuimos otra vez a la capital y a un nuevo colegio. Resignada y ya sin lágrimas miré desde la ventana del comedor como mi tía disimulando sollozos, agitaba sonriente la mano, subía al taxi y se marchaba del colegio. Una vez más me sorprendió la confusión, acompañada esta vez de un injusto abandono.

Rebelde al continuo reproche, el internado se tornó en el diario tormento atizado por las bogifóbicas (33) monjas, las impasibles maestras y las mezquinas internas. Envidiosa observaba sus semanales visitas, colmadas casi siempre de inalcanzables golosinas. Una vez al mes, recibía la llamada de mi madre y aunque siempre era de prisa alcanzábamos a reír, conciliar obediencias y ventilar congojas. Las de ella por aplazar su regreso y las mías, por mi triste existencia. Nuestras conversas concluían siempre interrumpidas por el infaltable llanto.

Qué extensos resultaban los meses de encierro, hasta el feliz arribo de cualquier asueto, cuando vehemente esperaba la llegada de mi tía y con ella el ansiado viaje a la provincia. Solo ahí, libre de sirenas y gritos, encontraba paz, alegría y verdadero alimento. Más aún, los domingos, cuando enmelada de pies a cabeza fortalecía mi espíritu atesorando el quehacer de millones de abejas, que en un eterno aletear, degustan néctares de flor en flor, lo albergan en sus cuerpos y dibujando espirales, retornan a su hogar tapizado desde siempre con exquisita geometría.

Pasaban los años y mientras mi madre se resignaba a la distancia, yo, exigiendo su autoridad, me resistía a cultos, sopas y legumbres. Y aunque jamás hubo la entrada de una linda quinceañera y ni siquiera un baile con un viejo barrigón, mí pubertad transcurrió entumecida por la necesidad de afecto; pero cobijada de azúcares, que con el pasar de los años, se convirtieron en el inevitable bálsamo antes y después de los amargos alimentos.

El regocijo vivido en las vacaciones disentía tanto con la severidad impuesta por las providencias, que el internado se convirtió en un atroz calabozo. Recuerdo con rencoroso júbilo, la noche de San Gonzalo, cuando mi tía me anunció que antes de finalizar el año, ella y su industria de confites se instalarían, definitivamente, en la capital. Interrumpí el descanso de las internas, canturreando sin cesar, ensalmos de mi niñez, fantaseados desde siempre por mis vivaces tíos…

…Mantola loga panza,
mántala guipa
quimansora gopa... quimantalita
¿ligopa ponsarata?
!ligopa tambalita…! Litita (34)

Ni bien amaneció me castigaron con veinte y cuatro horas de silencio y ayuno. Me reí del castigo devorando galletas y en rebelde silencio permanecí hasta la fecha anunciada. Cuando por fin se trasladó mi tía arrogante de felicidad, me mudé a vivir con ella.
Mezquindad, éxtasis y tibieza se tornó en abundancia, ocio y certeza. El frío y maloliente dormitorio de sesenta camastros y cincuenta y nueve crucifijos, se convirtió en un cálido refugio que además de recibir los gratos rayos del sol, se embriagaba de perfumes del jardín en la mañana; y, en las tardes con profusos hálitos emanados de aderezos, mixturas y adobos que, una vez cocidos, embrujaban el lugar con irresistibles neblinas de glucosa o fructuosa.

No había transcurrido ni un mes de feliz estancia cuando fui avergonzada por la tardía y húmeda visita que determina a toda mujer. Nadie me advirtió de su llegada, peor aún de los inmaculados corceles. Con excepción de un comedido transeúnte y una boticaria, nadie se enteró. Los irregulares menguantes llegaron apadrinados de un extraño interés por hombres maduros, desaliento nocturno y un voraz apetito. Avidez que incitada por grasos desayunos, guisos, frituras, salsas y postres del almuerzo; revoltijos, pasteles y golosinas de la cena…; enloqueció tanto que, en husmeos por la ciudad, exigía hamburguesas, helados y pastas, y antes de dormir, suplicaba por más y más galletas entre muchos vasos con leche.

Excedida en antojos y sobre todo en kilos, me dispuse para lo que sería mi último año. Lo imaginé maravilloso pues iría a otro colegio, palpitante… porque era mixto, ¡pero fue desastroso…! Los varones resultaron ser unos infantes. Sorteando autoridades, maestras y celestinas, me convertí, en poco tiempo, en "La dulce Gordis", con la que unas endulzaban sus malos ratos y otras mitigaban sus desencantos.

Los fines de semana correteábamos por los centros comerciales y, aunque sorprendida por los logros de mis amigas, no dejaba de soñar en el “reflexivo alguien". Celosa, evidenciaba que en ritos de amor solo las “sesentas” tenían éxito, los adonis se pavoneaban tras sus siluetas y ellas los endulzaban. Yo, “La Gordis”, concluía derrotada anhelando solo mi cama, un atractivo galán y los dulces sueños.

Para la fiesta de graduación suspendí el pan, las grasas y con congoja… los postres. En dos meses bajé dos kilos pero subí el tono de voz con modistas que no exhibían mi severo ayuno. Apurada, inicié la búsqueda del vestido que reafirme mi sacrificio, pero… o no me entraban… o si entraban el espejo se enfurecía. Mi madre, envió abundante turrón para tranquilizarme, un libro sobre la vida y obra de Fernando Botero para que desestime los obesos piropos y un vestido color caramelo, que con renovadas costuras, pliegues y mucha crema… Por fin me entró.

Durante la velada, casi no me senté por temor a que se rasgara. Terminé abatida y sedienta, logré solo un baile con el reflexivo-tímido, que con un trago se arriesgó conmigo y luego altivo se acarameló con otras… Retorné a casa y en rabioso sollozar devoré los turrones. Los siguientes días consolidé mi figura, evidenciando el arte del Maestro Botero, mientras que, con aplazados platillos, mimaba al ya afligido apetito.

Presionada por mi madre, atraída por los postres y adultos por doquier, ingresé en una escuela de cocina. A pesar de que juré serenar mis bríos, un apuesto instructor, paralizaba mi apetito… Una tarde lo sorprendí en Candy Store, él un tanto tímido me convidó un helado y al opinar respecto a mi figura, ponderó mi teoría sobre el azúcar, elogió la rolliza obra de Rubens y lascivo aplaudió mi sueño de posar desnuda para el Maestro Botero. Me agradó más… Dulcificándole con la mirada, fingí marcharme, él, confuso, ponderó mis ojos… Entonces avivando mi juego, relamí mis labios y… seductoramente docta en el arte de mezclar licores, me comprometí como bartender en su festejo de cumpleaños, del próximo sábado.

Tras el cosido de encajes y demás arreglos en un vestido de mi tía logré disimular mi vientre y ocultar mis gorditos. Firme en mi propósito y atiborrada de maquillaje partí briosa a la feliz contienda.

Experta en la técnica de servir, catando y relamiendo bebidas; testigo de flirteos y amoríos y sobre todo desatendida por el amnésico instructor, enfermé de celos y amor. Los licores se tornaron en medicina alucinante que exacerbó mi atolondrada aventura y sus efluvios me empujaron al reproche, al ridículo y a la única alcoba que encontré. Debí quedarme en casa... ¡Fantaseé!

Avergonzada por mi fracaso afectivo, más que por el desliz alcohólico, juré olvidar a los entrecanos; dedicarme a los estudios y empezar a escribir una extensa carta al Maestro Botero.

En la escuela, disponía de carnes, almíbares, quesos, cremas, jamones y embutidos. Picaba de todo. Nunca faltaban gaseosas y chocolates en mi mochila. Me aterrorizaban las balanzas y empecé a odiar los espejos. Desfiles, concursos de belleza y aeróbicos me producían un descontrolado apetito. Los meses que siguieron a la tal fiesta subí tres tallas…

Los fines de semana me quedaba en casa, además, ya no era parte de los planes de mis amigas.

Mi único refugio… eran los postres, las gaseosas y la tele. Y, a pesar que envidiaba a las anoréxicas de los noticieros y a las bulímicas de las novelas, no dejaba de criticar su paranoia, presagiando que tarde o temprano maquillarán su esfenoide.

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Viene mi madre, ¡Qué felicidad! Para celebrarlo tres helados: chocolate, melón y mora. Dejo el estudio y empiezo los preparativos: que la alcoba, que el ajuar, que las provisiones para sus menjurjes preferidos; Y, para el merecido coloquio de las dos, reservo dos tours: Las Islas Encantadas y Machu Picchu.

Entre raudos desayunos y atrasados almuerzos, consigo: atuendos de playa, maletas, cremas y hasta obtengo los documentos de viaje... Que dichosa me siento... Tantos años sin mi madre; pero, unos días más... y por fin la tendré conmigo. Estoy tan feliz que gratifico, con intereses, mis relegados antojos y a cada rato y en cualquier lugar, reviso mis notas, apunto o borro, no quiero olvidar detalle alguno que incomode su ansiado viaje y mi atormentada espera.

Por fin…, la noche de Navidad, voy al odioso aeropuerto. Llena de emoción, cámara en mano, repleta de preguntas y muchos chocolates me ubico a contemplar la salida de pasajeros; se ven de toda clase: atractivos, menudas, lánguidos, sonrientes, gordas, enojados, flacas y hasta ancianos. Todos salen, salen y salen pero mi madre… No aparece.

Una azafata me cuenta que del primer vuelo, ya salieron todos y en la aerolínea, me informan, que llegarán dos vuelos más. Me piden que me tranquilice. Reviso otra vez mis apuntes y molesta, regreso a la sala de espera. Tras apropiarme de dos asientos, en un cálido rincón, destapo otra gaseosa y otra goma de mascar. Arrullada por los villancicos de la tele, empiezo a bostezar…

…camino por una pista de aterrizaje, tapizada de flores... Aprieto contra mi pecho una funda de chocolates y, en mi otra mano, sostengo cinco enormes margaritas. Luzco un vestido rojo y solo un zapato blanco. Frente a mí y bajo un enorme reloj de caramelo, camina, de espaldas, un señor entrecano y barrigón. ¿El es mi papá…? pienso. ¿Podré sentarme en sus rodillas…? Feliz, me acerco, pero él se aleja y se aleja hasta que se funde con los números del reloj. Voy a llorar pero mi madre aparece con un minúsculo turrón. Nos abrazamos. Me reprende por perder mí zapato. Yo le sonrío… le doy las margaritas y… felices nos sentamos a conversar, pero…, una sombra nos perturba. Levanto la cabeza y miro como el entrecano pasa indiferente, tarareando villancicos y saboreando mi pequeño turrón. Empiezo a llorar… pero mi mamá me abraza y al oído me dice: no importa hijita, no te angusties. Ese barrigón no es tu papá… Tu papá es el Maestro Botero.

…asustada y con deseos de orinar despierto…, veo la pantalla… y aturdida aún por el extraño sueño mi razón no acepta lo que mis ojos leen: sí, los dos vuelos ya han aterrizado. No puede ser… ¡Cómo me pude dormir…!

Dejo el lugar y angustiada escudriño la sala una y otra vez, fijándome en cada persona, en cada rostro. Por fin, invadida por el enojo me convenzo que, definitivamente, mi madre no está. En información me insisten que no habrá más arribos esta noche. Que me tranquilice, que mañana llegarán cinco vuelos más.

Consolando mi somnolencia discurro: ¿Será que al no verme se fue sola…? Pero… si acordamos vernos aquí… Además, ¡Ella no sabe donde está la casa…! ¿Y si vino mi tía…? Sí…! ella debió venir. ¡Sí…! Seguro que ella vino. Sí…! mamá debe estar ya en casa…

Impaciente y con deseos de orinar, dejo el aeropuerto, tomo un taxi y al llegar a casa aumenta mi desazón. En ella..., no hay nadie, no puedo creer que todos hayan salido, sabían que yo vendría con mamá. Pero… ¿Dónde fueron? ¿Dónde fue mi tía? ¿Y mi padrino? ¿Y mi prima? ¿Dónde están todos? La vecina, después de apagar mi sed con un refresco, me dice:—Hace horas vi llegar un taxi y... sin querer escuché algo... sobre un atroz accidente.

¡Algo le sucedió a mi madre…! Pienso. Entro en casa, pido un taxi por teléfono y sin alcanzar el sanitario, mojo mis pantalones. Mientras mudo mi ropa, llamo a Tenerife… Solo responde la maldita máquina, agarro otra chaqueta, meto en la mochila chocolates, gaseosas y, al llegar el taxi, me dirijo al hospital central.

En las listas de emergencia no aparecen ni mi madre ni mi tía. Opinan que pregunte en admisión; pero ahí tampoco están registradas. Agobiada por la adversidad, vuelvo a emergencia y procurándome un respiro me siento a descansar mientras releo mis apuntes y devoro más chocolates.

Convencida de que todo coincide y sin saber qué hacer, empiezo a sudar y paralizada por las dudas a vacilar. ¿Estará en el Aeropuerto?...; ¿debo esperarla en casa?...; ¿voy a la Policía? ¿voy al internado?...; ¿voy a la Iglesia?...; ¿a qué hospital iría mi tía?...; ¿qué hago Madre?...; ¿qué hago? Derrotada por la angustia, empiezo a temblar y casi al filo del llanto intento elevar una plegaria al dulce Jesús, pero… una estridente voz que proviene de atrás de la cortina…, me distrae…

—Soy el doctor de turno señora, disculpe la tardanza. Y... ¡dígame! ¿Qué fue exactamente lo que pasó?

Precipitada me levanto y aproximándome a la cortina… escucho:

Le cuento doctor…, apenas ayer conocí a la señora, llegamos en el primer vuelo, ella me invitó a su casa, pues yo mañana continúo mi viaje a la provincia. Nos sentamos a esperar a su familia que nunca llegó. La señora se encontraba intranquila y muy sedienta. Acudía a menudo al sanitario, yo la acompañaba procurando siempre tranquilizarla, pero tenía tal desesperación por ver a su hija, que de un momento a otro irrumpió en delirios, ¡imagínese doctor! quería ir a cobijar, con mi sobretodo, a una gordita que se quedó dormida en un rincón… Entonces, al yo impedirla, forcejeamos…, ella se trastornó, de tal manera, que empezó a convulsionar hasta que cayó; le llevamos a una oficina, llegaron los paramédicos y… en una ambulancia nos trajeron…

Rendida por la incertidumbre…, deslizo la cortina, entro al cubículo y escéptica observo que, enredada entre aparatos, tuberías y sueros, se encuentra una voluminosa señora.
—¿Cómo se llama la paciente…? Pregunto.
La enfermera baja la mirada y en el registro lee su nombre… ¡Qué alivio…! Su lectura, por lo menos me tranquiliza, sin embargo, presagiando lo peor, me acerco un poco más a la obesa señora y… con delicadeza retiro su cabello hasta poder observar con detalle, su oreja izquierda… No hay duda... es ella.

Quiero gritar... Intento por lo menos hablar... pero, no puedo... Procuro erguirme, pero… no lo consigo... millones de diminutas luces me doblegan...


...lentamente me derrumbo sobre su cuerpo inerte.

 Mientras… en alguna tele cercana, un coro de niños, desentona...

                                                                           El ¡Dulce Jesús mío!



(32) La muerte es segura, pero la hora incierta.
(33) Bogifobia: pánico a los duendes.
(34) Contundentes hechizos prohibidos de traducir.