IX Manda-miento



Y… NO DESEARÁS LA MUJER DE TU PRÓJIMO



 “Homo hómini lupus” (25)


Cuerpos fragmentados, miradas inciertas, huesos astillados, corazones inertes, riñones adustos, intestinos rancios… ¡No abriré un cuerpo más! me dije, numeré uno a uno los cadáveres, adjunté sus restos, los situé en nuevas bandejas, las cerré, tiré los guantes, apagué el horno, la Laptop, la luz y…

…Mientras me libraba de la sucia vestimenta, maldecía… ¿Hasta cuándo tendré que soportar la urgencia de oficiales y de necios preguntones? Hoy pasaron de cuarenta las víctimas y, todo por la codicia de transportistas insaciables que, por un pasajero más, tiñen de sangre las vías. Y, al llegar los flemáticos hoplofóbicos (26), —nadie conducía el autobús—. ¡Qué anulen tanta vida! Qué no puedan ser rastreados… Ni juzgados… Qué continúen impunes. ¡Si los tuviera a todos en mi mesa…! ¡Sanguinarios!, ¡Malditos!

Eran casi las ocho cuando harto de cisuras, coágulos y pestilencias, salí por fin, con dirección a casa. Esperaba el cambio de luz del semáforo cuando una atractiva mujer pidió que la llevara…, Me vendría bien una conversa, fantaseé y, sin más trámite, abrí la puerta del coche, la invité a subir y... Embriagado por su aroma... Aceleré. 

Sin concluir aún con los usuales preámbulos, la bella mujer se dedicó a explorar mi vida… —¿Hace cuánto eres médico? —¿Y por qué vives solo? —¿Y por qué no tienes pareja? —Y ¿por qué…? —Y ¿por qué…? ¡Me fascinó…!

Satisfecha la mutua curiosidad, sobrevino el nervioso silencio de primera vez, roto, al instante, por repetidos suspiros, propios de una evidente ansiedad. Lamentó su venida al país, su inmensa soledad, la urgencia de un trabajo, el no haber almorzado aún… Y, como infausto desenlace, al adeudar dinero en el hotel se resistía ir a dormir.

Dislocado por tantas premuras me conmoví, a tal punto que, reconfortando su agobio, efectué las cinco preguntas de rigor, escuché con atención sus respuestas, improvisé un par de bromas, circulé un rato más por la ciudad y tras adornarla con flores, la invité a cenar. Su patología disminuyó tanto que hasta se mofó de su precaria situación.

De la opípara cena pasamos al confidente vino y sin prisas, nos encauzamos en una frívola pero cautivante “consulta”. Desangrado en generosidad, insinué timorato que deberíamos ir algún día a mi apartamento; quizás a compartir un rato de música o quizás a bautizar una vida de amor. Sin tener que repetirlo… Escuche: —¿Y por qué no hoy? Sí… mis oídos apenas lo creían y ya mi corazón exigía espacio.

Besé su frente, pedí la cuenta y… del brazo salimos del lugar; ella engreída y contenta, yo vehemente y feliz... A pesar de mi sintomática pasión, reflexionaba: Es el destino. Dios manipuló la luz. Es la recompensa por mi estoica soledad. Que mujer tan agradable, tan balsámica, tan cordial, tan flexible y tan extranjeramente exótica. ¿Será la envidiable esposa que siempre soñé…?

Pródigos en augurios y abastecidos de licor, llegamos al edificio. Estacioné el coche, subimos al apartamento y con un tenue roce a su talle, la convidé respetuoso a sentirse como en su casa.

Mientras yo elegía la lisura de Strauss, como preludio a una vida de amor, ella se dedicó al revoltijo de los tragos. Desinhibido pero atento, la exhorté a bailar y, al tiempo que improvisaba pases, profería brindis: por las astrales coincidencias, por el bendito semáforo por el futuro, y… por mi real urgencia, de auscultar su corazón. Ella, corta ya de prendas no cesaba de reír. Precipitado una vez más en pataleos de soledad, trastrabillé… Exigió dinero, previo a curar mi urgente delirio. Hipnotizado por las efervescencias del momento y la grata incertidumbre, me dejé llevar del nostálgico… sí. Pobrecilla, me dije, el dinero pagará su hotel, abrigándola unos días más, mientras la persuado a que se abrigue mejor conmigo.

Bajo su mirada, saqué de mi escondite el doble de la suma pretendida, la metí en su cartera y seguro ya del escenario, brindé con besos el cicatrizado tropiezo. Volcado, en lisonjas, insistí una vez más que bauticemos por fin nuestro idilio. Escurridiza, coqueta y sin dejar de reír entró prometedora a la ducha, mientras yo, ufano, recogía su ropa, modulaba el ímpetu del virtuoso vienes, forjaba la penumbra, alistándome con mesura y ardorosa espera a los codiciados valses. Impoluto, con pijama de ternura, medio frasco de enjuague y esencias por doquier, la guié cariñoso y… ¡por fin!, a la que sería su ulterior alcoba.

Una vez ahí, tras secarse el pelo, invocar a catorce santos, untarse decenas de cremas y modelar mi colección de pijamas, perita en artimañas apresuró mi impostergable meta, para luego, encarnada en actriz de telenovela, arrullar con tarareados ritmos de cantina y seductores rasguños de espalda, mis infrecuentes espasmos…

…El ronquido de una puerta me inquietó, estiré mi brazo y, al no encontrarla en el lecho, encendí la luz y fui en su búsqueda… ¡Qué decepción…! Se encontraba en la cocina, totalmente vestida, pretendía hablar por teléfono y, lo más inverosímil sin una sensata razón, aparte de un súbito dolor de cabeza, dispuesta a marcharse.

Sereno pero molesto, me apoderé del auricular y tras ponerlo en su sitio, tomé su brazo con afecto; y, con firmeza su cartera, con el solo afán de retenerla. Invariable en su decisión me rechazó. Supliqué, que renuncie a su pretensión pero... devolvió con injurias mí súplica y tras recuperar su cartera, insistió en marcharse. Bajé la mirada y, en un breve descuido, la atrapé otra vez. Cegados por opuestos caprichos forcejeamos con violencia, hasta que la reñida prenda se desgarró… ¡Qué cascada de alevosía…! cayó mi Laptop, mis joyas, sus cremas, mis ahorros, mi mejor pijama, las llaves de casa, las del auto, un cenicero de cristal y hasta el cuchillo de mi padrastro…

Tamaña bribonada encendió mi enojo y al pedir una mínima explicación, su argumento fue injuriar a mi madre. Irascible devolví con un revés la injuria… Enardecida por mi acción se abalanzó. Luchamos con vigor y tras perder el equilibrio, caímos al piso y a merced de la afilada arma; la miramos… y, sin articular palabra nos obligamos a usarla. Apliqué toda mi fuerza y por su filo la agarré. Al sentirse en desventaja, se aferró a mi garganta y empezó a asfixiarme, hasta que, a fuerza de rodillazos, me soltó. Demente en ofensas dirigió sus manos a mi cuello y, sin dejar de rasguñarme, enfiló sus uñas hacia el rostro, en evidente cacería de mis ojos; me cubrí como pude, la sacudí con fuerza y cruzando mi pierna, sobre las suyas, la dominé. Una vez encima, traté de serenarla, pero ella, armada ya del pesado cenicero, intentó golpear mi rostro. Conteniendo con mi brazo su ataque, mi mano, logró por fin empuñar mejor el cuchillo… Perdí el control… Confundí el lugar, confundí el tiempo y, con ira, lo hundí en su abdomen una y otra y otra vez… y en su hígado, una vez más… En instantes retornó la calma de la dislocada noche. Extenuado y tembloroso, quedé junto a la que, por unas horas, fue mi única conquista… Sin renunciar aún a su tibieza, solté el arma, descansé mi mejilla en su corazón, cerré los ojos y una vez más elevé la plegaria con la que mi madre aliviaba el dolor de los maltratos.
Arrastrado en nostálgico rencor me extravié en mi infancia…

…Yo con apenas siete años. Y con mi madre muerta. Indefenso... desamparado... No podía ser. No lo aceptaba. Quiero ir contigo, clamaba, mientras me aferraba más y más a su frío regazo… Por la fuerza, me apartaron… ¿Quién escudará los azotes? ¿Quién arrullará mi sueño? Gritaba sin gritarlo.

 Aterrado…, en shock confundido en el tiempo…, confundido de lugar… Y sin querer abrir los ojos desnudé por fin mi niñez, enfrentada a los gritos de mi padrastro, al diario reproche de mis hermanastros, el mugir de las reces; su desposte, su agonía y tras su muerte, la diaria tarea de recoger fluidos y extraer vísceras, en un rito familiar de sangre y comercio.

Recordé la escuela y el escandaloso regreso a casa: carniceros… sanguinarios…” Nos gritaban. Reviví mi plan de fuga: el robo del cuchillo, la salida de casa, el pestilente camión, mi deambular por la capital, mi amistad con los matarifes clandestinos, mi condición de hijo recogido, la secundaria, mi grado de bachiller, el trabajo de guardián, la facultad de medicina, el hospital, el lúgubre dispensario del sur, mi grado de médico, la morgue… ¿Morgue?...

Sin perder más tiempo, me incorporé, bebí abundante agua, abrí las ventanas, respiré profundamente y… volteando en mi cerebro la nefasta página..., curé mi mano. Mientras lo hacía, repasaba: si digo la verdadera verdad, nadie va a creerme, si miento, me hundiré… Creo que tengo la solución… Sí, la tengo. ¡Lo haré…!

Abrigado con un mandil, saqué mi equipo, algunas herramientas, adopté a Mozart, como el sedante-cómplice del atroz desconcierto. Y, asfixiado en tiempo y sobre el mismo mesón, en que ella articuló los brindis, inicié la tarea de desarticular su cuerpo, partiéndolo en tramos pequeños. Dieron casi las siete de la mañana cuando concluí; eran dieciséis pedazos, que una vez lavados y envueltos en plástico, los introduje en la refrigeradora, con excepción de las manos, los pies, la ante pierna, la pierna, medio tórax y la cabeza que, en fundas separadas y junto a sus pertenencias, las deposité en la maleta, reemplazando el equipo deportivo de los viernes.

Lavé los rastros de sangre. Guardé todos los documentos de la mujer. Guardé el dinero. Guarde las joyas. Guarde el cuchillo, todo en mi escondite.

Tras asear mi cuerpo y vestirme, abrigué los rasguños con una bufanda, agarré la maleta, cerré la puerta, bajé al estacionamiento, puse la maleta en el baúl del coche, lo abordé y evocando caricias, quimeras, miradas y viejos recuerdos; me dirigí presuroso al sagrado recinto de la sospecha, en donde, a más de mi deber, se añadía y por primera vez, una temeraria salida.

Mientras conducía, ultimaba mi plan:
Al llegar, enciendo el horno, introduzco sus pertenencias, sus manos, su pierna y los pies. Al retornar del almuerzo cremo la cabeza y el medio tórax, trituro el cráneo, trituro los huesos, los cremo una vez más… y antes de salir a casa, serán cenizas. Mañana trasladaré el resto del cuerpo; al medio día… retornará mí tranquilidad. Será la perfecta salida a tan infausta tragedia.

—¡Nadie podrá rastrearme! —¡Nadie se burla de mí...!

Abstraído por los pasos a seguir y reviviendo sin cesar cautivantes y funestas horas vividas, llegué, por fin, a mi lugar de trabajo. Estacioné el coche en el lugar acostumbrado, apagué el motor, cerré los ojos, respiré profundamente y, sin alargar más la espera de lo que ya parecía un cuento, salí diligente del vehículo. Lo cerré. Abrí el baúl. Tomé la maleta. Cerré el baúl. Miré cauteloso a mí alrededor y…

…apretando firmemente las ya húmedas asas de la dislocada carga y embadurnado de apuro y seriedad, me dirigí a la entrada del edificio. Pocos metros antes de llegar a la puerta fui interceptado por un corpulento joven, que después de entre-abrir su portafolio y mostrarme, en su interior, el calibre de su pistola, en tono despectivo me increpó:

—¡Mirá vos…!

(¿…?)

—¡Sí vos…! Ayer en la esquina, convenciste a mi socia a subir a tu coche… Muy sonrientes se alejaron… Esperé por ella toda la berraca noche. Nunca llamó… Ni tampoco llegó al hotel…


—¿Le lavaste el cerebro…?


¡¡Malparido!!



(25) El hombre es un lobo para el hombre.
(26) Hoplofobia: pánico a la insubordinación y a las armas de fuego.