Y… NO ACUMULARÁS RIQUEZAS
“Mors certa, sed hora incerta” (32)
Mi primer dulce
recuerdo: yo encaramada en una silla soplando diminutas luces de un gigante
pastel de chocolate y, en lo alto de la pared, la imagen de un señor barbón,
con el corazón afuera, que según mi tía, era el Dulce Jesús. Mi primera
amargura: los sollozos de mi madre, siempre al atardecer, y por la misma causa:
el inexplicable silencio de su desertor. Como única hija, alcanzaba siempre mis
caprichos, excepto cuando pretendí emigrar con ella, en busca de mejores
crepúsculos; con un padre cariñoso y barrigón para mí; y, para mi mamá lo que
ella siempre demandaba y, que nunca entendí, encontrar por fin… mejores días.
Cumplía los doce
años cuando enredadas en urgencias y equipajes llegamos al fatídico aeropuerto
y mientras yo, vestida de verde y llanto, me aferraba a la mano de mi tía, mi
otra mano estrujaba contra mi pecho, la funda de los chocolates. Hastiada de
llorar, contemplé como el escurrido rimel se perdía en la multitud… Desde aquel
instante quedé: golosamente confundida. Anegada en lágrimas y rencor retorné
con mi tía al pueblo. Entramos en casa, y yo, en rebelde silencio a mi alcoba.
Al día siguiente, vencida aún por el enojo, continué con el empaquetado de mi ropa
y demás enseres exigidos por las monjas. Un frío lunes de octubre fuimos otra
vez a la capital y a un nuevo colegio. Resignada y ya sin lágrimas miré desde la
ventana del comedor como mi tía disimulando sollozos, agitaba sonriente la
mano, subía al taxi y se marchaba del colegio. Una vez más me sorprendió la confusión,
acompañada esta vez de un injusto abandono.
Rebelde al
continuo reproche, el internado se tornó en el diario tormento atizado por las bogifóbicas (33) monjas, las impasibles maestras y las mezquinas internas. Envidiosa
observaba sus semanales visitas, colmadas casi siempre de inalcanzables
golosinas. Una vez al mes, recibía la llamada de mi madre y aunque siempre era
de prisa alcanzábamos a reír, conciliar obediencias y ventilar congojas. Las de
ella por aplazar su regreso y las mías, por mi triste existencia. Nuestras
conversas concluían siempre interrumpidas por el infaltable llanto.
Qué extensos
resultaban los meses de encierro, hasta el feliz arribo de cualquier asueto,
cuando vehemente esperaba la llegada de mi tía y con ella el ansiado viaje a la
provincia. Solo ahí, libre de sirenas y gritos, encontraba paz, alegría y
verdadero alimento. Más aún, los domingos, cuando enmelada de pies a cabeza
fortalecía mi espíritu atesorando el quehacer de millones de abejas, que en un
eterno aletear, degustan néctares de flor en flor, lo albergan en sus cuerpos y
dibujando espirales, retornan a su hogar tapizado desde siempre con exquisita
geometría.
Pasaban los años
y mientras mi madre se resignaba a la distancia, yo, exigiendo su autoridad, me
resistía a cultos, sopas y legumbres. Y aunque jamás hubo la entrada de una
linda quinceañera y ni siquiera un baile con un viejo barrigón, mí pubertad transcurrió
entumecida por la necesidad de afecto; pero cobijada de azúcares, que con el
pasar de los años, se convirtieron en el inevitable bálsamo antes y después de
los amargos alimentos.
El regocijo vivido en las
vacaciones disentía tanto con la severidad impuesta por las providencias, que
el internado se convirtió en un atroz calabozo. Recuerdo con rencoroso júbilo,
la noche de San Gonzalo, cuando mi tía me anunció que antes de finalizar el
año, ella y su industria de confites se instalarían, definitivamente, en la
capital. Interrumpí el descanso de las internas, canturreando sin cesar, ensalmos
de mi niñez, fantaseados desde siempre por mis vivaces tíos…
…Mantola loga panza,
mántala guipa
quimansora gopa... quimantalita
¿ligopa ponsarata?
!ligopa tambalita…! Litita (34)
Ni bien amaneció
me castigaron con veinte y cuatro horas de silencio y ayuno. Me reí del castigo
devorando galletas y en rebelde silencio permanecí hasta la fecha anunciada.
Cuando por fin se trasladó mi tía arrogante de felicidad, me mudé a vivir con
ella.
Mezquindad,
éxtasis y tibieza se tornó en abundancia, ocio y certeza. El frío y maloliente dormitorio
de sesenta camastros y cincuenta y nueve crucifijos, se convirtió en un cálido
refugio que además de recibir los gratos rayos del sol, se embriagaba de perfumes
del jardín en la mañana; y, en las tardes con profusos hálitos emanados de
aderezos, mixturas y adobos que, una vez cocidos, embrujaban el lugar con irresistibles
neblinas de glucosa o fructuosa.
No había transcurrido ni un
mes de feliz estancia cuando fui avergonzada por la tardía y húmeda visita que
determina a toda mujer. Nadie me advirtió de su llegada, peor aún de los
inmaculados corceles. Con excepción de un comedido transeúnte y una boticaria, nadie
se enteró. Los irregulares menguantes llegaron apadrinados de un extraño
interés por hombres maduros, desaliento nocturno y un voraz apetito. Avidez que
incitada por grasos desayunos, guisos, frituras, salsas y postres del almuerzo;
revoltijos, pasteles y golosinas de la cena…; enloqueció tanto que, en husmeos
por la ciudad, exigía hamburguesas, helados y pastas, y antes de dormir,
suplicaba por más y más galletas entre muchos vasos con leche.
Excedida en
antojos y sobre todo en kilos, me dispuse para lo que sería mi último año. Lo
imaginé maravilloso pues iría a otro colegio, palpitante… porque era mixto,
¡pero fue desastroso…! Los varones resultaron ser unos infantes. Sorteando
autoridades, maestras y celestinas, me convertí, en poco tiempo, en "La
dulce Gordis", con la que unas endulzaban sus malos ratos y otras
mitigaban sus desencantos.
Los fines de
semana correteábamos por los centros comerciales y, aunque sorprendida por los logros
de mis amigas, no dejaba de soñar en el “reflexivo alguien". Celosa,
evidenciaba que en ritos de amor solo las “sesentas” tenían éxito, los adonis
se pavoneaban tras sus siluetas y ellas los endulzaban. Yo, “La Gordis ”, concluía derrotada
anhelando solo mi cama, un atractivo galán y los dulces sueños.
Para la fiesta
de graduación suspendí el pan, las grasas y con congoja… los postres. En dos
meses bajé dos kilos pero subí el tono de voz con modistas que no exhibían mi
severo ayuno. Apurada, inicié la búsqueda del vestido que reafirme mi
sacrificio, pero… o no me entraban… o si entraban el espejo se enfurecía. Mi madre,
envió abundante turrón para tranquilizarme, un libro sobre la vida y obra de
Fernando Botero para que desestime los obesos piropos y un vestido color caramelo,
que con renovadas costuras, pliegues y mucha crema… Por fin me entró.
Durante la velada,
casi no me senté por temor a que se rasgara. Terminé abatida y sedienta, logré
solo un baile con el reflexivo-tímido, que con un trago se arriesgó conmigo y
luego altivo se acarameló con otras… Retorné a casa y en rabioso sollozar
devoré los turrones. Los siguientes días consolidé mi figura, evidenciando el
arte del Maestro Botero, mientras que, con aplazados platillos, mimaba al ya
afligido apetito.
Presionada por
mi madre, atraída por los postres y adultos por doquier, ingresé en una escuela de cocina. A
pesar de que juré serenar mis bríos, un apuesto instructor, paralizaba mi
apetito… Una tarde lo sorprendí en Candy Store, él un tanto tímido me convidó
un helado y al opinar respecto a mi figura, ponderó mi teoría sobre el azúcar,
elogió la rolliza obra de Rubens y lascivo aplaudió mi sueño de posar desnuda
para el Maestro Botero. Me agradó más… Dulcificándole con la mirada, fingí
marcharme, él, confuso, ponderó mis ojos… Entonces avivando mi juego, relamí
mis labios y… seductoramente docta en el arte de mezclar licores, me comprometí
como bartender en su festejo de cumpleaños, del próximo sábado.
Tras el cosido
de encajes y demás arreglos en un vestido de mi tía logré disimular mi vientre
y ocultar mis gorditos. Firme en mi propósito y atiborrada de maquillaje partí
briosa a la feliz contienda.
Experta en la
técnica de servir, catando y relamiendo bebidas; testigo de flirteos y amoríos
y sobre todo desatendida por el amnésico instructor, enfermé de celos y amor.
Los licores se tornaron en medicina alucinante que exacerbó mi atolondrada aventura
y sus efluvios me empujaron al reproche, al ridículo y a la única alcoba que
encontré. Debí quedarme en casa... ¡Fantaseé!
Avergonzada por
mi fracaso afectivo, más que por el desliz alcohólico, juré olvidar a los entrecanos;
dedicarme a los estudios y empezar a escribir una extensa carta al Maestro
Botero.
En la escuela,
disponía de carnes, almíbares, quesos, cremas, jamones y embutidos. Picaba de todo. Nunca faltaban gaseosas y
chocolates en mi mochila. Me aterrorizaban las balanzas y empecé a odiar los
espejos. Desfiles, concursos de belleza y aeróbicos me producían un
descontrolado apetito. Los meses que siguieron a la tal fiesta subí tres
tallas…
Los fines de
semana me quedaba en casa, además, ya no era parte de los planes de mis amigas.
Mi único
refugio… eran los postres, las gaseosas y la tele. Y, a pesar que envidiaba a
las anoréxicas de los noticieros y a las bulímicas de las novelas, no dejaba de
criticar su paranoia, presagiando que tarde o temprano maquillarán su
esfenoide.
~~~~~
Viene mi madre,
¡Qué felicidad! Para celebrarlo tres helados: chocolate, melón y mora. Dejo el
estudio y empiezo los preparativos: que la alcoba, que el ajuar, que las
provisiones para sus menjurjes preferidos; Y, para el merecido coloquio de las
dos, reservo dos tours: Las Islas Encantadas y Machu Picchu.
Entre raudos
desayunos y atrasados almuerzos, consigo: atuendos de playa, maletas, cremas y
hasta obtengo los documentos de viaje... Que dichosa me siento... Tantos años
sin mi madre; pero, unos días más... y por fin la tendré conmigo. Estoy tan
feliz que gratifico, con intereses, mis relegados antojos y a cada rato y en
cualquier lugar, reviso mis notas, apunto o borro, no quiero olvidar detalle
alguno que incomode su ansiado viaje y mi atormentada espera.
Por fin…, la
noche de Navidad, voy al odioso aeropuerto. Llena de emoción, cámara en mano, repleta
de preguntas y muchos chocolates me ubico a contemplar la salida de pasajeros;
se ven de toda clase: atractivos, menudas, lánguidos, sonrientes, gordas,
enojados, flacas y hasta ancianos. Todos salen, salen y salen pero mi madre… No
aparece.
Una azafata me
cuenta que del primer vuelo, ya salieron todos y en la aerolínea, me informan,
que llegarán dos vuelos más. Me piden que me tranquilice. Reviso otra vez mis
apuntes y molesta, regreso a la sala de espera. Tras apropiarme de dos
asientos, en un cálido rincón, destapo otra gaseosa y otra goma de mascar.
Arrullada por los villancicos de la tele, empiezo a bostezar…
…camino por una
pista de aterrizaje, tapizada de flores... Aprieto contra mi pecho una funda de
chocolates y, en mi otra mano, sostengo cinco enormes margaritas. Luzco un
vestido rojo y solo un zapato blanco. Frente a mí y bajo un enorme reloj de caramelo,
camina, de espaldas, un señor entrecano y barrigón. ¿El es mi papá…? pienso.
¿Podré sentarme en sus rodillas…? Feliz, me acerco, pero él se aleja y se aleja
hasta que se funde con los números del reloj. Voy a llorar pero mi madre
aparece con un minúsculo turrón. Nos abrazamos. Me reprende por perder mí zapato.
Yo le sonrío… le doy las margaritas y… felices nos sentamos a conversar, pero…,
una sombra nos perturba. Levanto la cabeza y miro como el entrecano pasa
indiferente, tarareando villancicos y saboreando mi pequeño turrón. Empiezo a
llorar… pero mi mamá me abraza y al oído me dice: no importa hijita, no te
angusties. Ese barrigón no es tu papá… Tu papá es el Maestro Botero.
…asustada y con
deseos de orinar despierto…, veo la pantalla… y aturdida aún por el extraño
sueño mi razón no acepta lo que mis ojos leen: sí, los dos vuelos ya han
aterrizado. No puede ser… ¡Cómo me pude dormir…!
Dejo el lugar y
angustiada escudriño la sala una y otra vez, fijándome en cada persona, en cada
rostro. Por fin, invadida por el enojo me convenzo que, definitivamente, mi
madre no está. En información me insisten que no habrá más arribos esta noche.
Que me tranquilice, que mañana llegarán cinco vuelos más.
Consolando mi
somnolencia discurro: ¿Será que al no verme se fue sola…? Pero… si acordamos
vernos aquí… Además, ¡Ella no sabe donde está la casa…! ¿Y si vino mi tía…? Sí…!
ella debió venir. ¡Sí…! Seguro que ella vino. Sí…! mamá debe estar ya en casa…
Impaciente y con
deseos de orinar, dejo el aeropuerto, tomo un taxi y al llegar a casa aumenta
mi desazón. En ella..., no hay nadie, no puedo creer que todos hayan salido,
sabían que yo vendría con mamá. Pero… ¿Dónde fueron? ¿Dónde fue mi tía? ¿Y mi padrino?
¿Y mi prima? ¿Dónde están todos? La vecina, después de apagar mi sed con un
refresco, me dice:—Hace
horas vi llegar un taxi y... sin querer escuché algo... sobre un atroz
accidente.
¡Algo le sucedió
a mi madre…! Pienso. Entro en casa, pido un taxi por teléfono y sin alcanzar el
sanitario, mojo mis pantalones. Mientras mudo mi ropa, llamo a Tenerife… Solo
responde la maldita máquina, agarro otra chaqueta, meto en la mochila chocolates,
gaseosas y, al llegar el taxi, me dirijo al hospital central.
En las listas de
emergencia no aparecen ni mi madre ni mi tía. Opinan que pregunte en admisión; pero
ahí tampoco están registradas. Agobiada por la adversidad, vuelvo a emergencia
y procurándome un respiro me siento a descansar mientras releo mis apuntes y devoro más
chocolates.
Convencida de
que todo coincide y sin saber qué hacer, empiezo a sudar y paralizada por las
dudas a vacilar. ¿Estará en el Aeropuerto?...; ¿debo esperarla en casa?...;
¿voy a la Policía ?
¿voy al internado?...; ¿voy a la
Iglesia ?...; ¿a qué hospital iría mi tía?...; ¿qué hago
Madre?...; ¿qué hago? Derrotada por la angustia, empiezo a temblar y casi al
filo del llanto intento elevar una plegaria al dulce Jesús, pero… una
estridente voz que proviene de atrás de la cortina…, me distrae…
—Soy el
doctor de turno señora, disculpe la tardanza. Y... ¡dígame! ¿Qué fue
exactamente lo que pasó?
Precipitada me
levanto y aproximándome a la cortina… escucho:
—Le cuento doctor…, apenas
ayer conocí a la señora, llegamos en el primer vuelo, ella me invitó a su casa,
pues yo mañana continúo mi viaje a la provincia. Nos sentamos a esperar a su
familia que nunca llegó. La señora se encontraba intranquila y muy sedienta. Acudía
a menudo al sanitario, yo la acompañaba procurando siempre tranquilizarla, pero
tenía tal desesperación por ver a su hija, que de un momento a otro irrumpió en
delirios, ¡imagínese doctor! quería ir a cobijar, con mi sobretodo, a una
gordita que se quedó dormida en un rincón… Entonces, al yo impedirla,
forcejeamos…, ella se trastornó, de tal manera, que empezó a convulsionar hasta
que cayó; le llevamos a una oficina, llegaron los paramédicos y… en una
ambulancia nos trajeron…
Rendida por la incertidumbre…, deslizo la cortina, entro al cubículo y
escéptica observo que, enredada entre aparatos, tuberías y sueros, se encuentra
una voluminosa señora.
—¿Cómo
se llama la paciente…? Pregunto.
La enfermera
baja la mirada y en el registro lee su nombre… ¡Qué alivio…! Su lectura, por lo
menos me tranquiliza, sin embargo, presagiando lo peor, me acerco un poco más a
la obesa señora y… con delicadeza retiro su cabello hasta poder observar con detalle,
su oreja izquierda… No hay duda... es ella.
Quiero gritar...
Intento por lo menos hablar... pero, no puedo... Procuro erguirme, pero… no lo consigo...
millones de diminutas luces me doblegan...
...lentamente me derrumbo sobre su cuerpo inerte.
Mientras… en alguna tele cercana, un coro de niños, desentona...
El ¡Dulce Jesús mío!
(32) La muerte
es segura, pero la hora incierta.
(33) Bogifobia:
pánico a los duendes.
(34) Contundentes hechizos prohibidos de traducir.