Y… NO ROBARÁS
“Óculum pro óculo, dentem pro dente” (19)
N.N., garabateó, el forense, el certificado de defunción
de una adolescente presuntamente extranjera, que, según el
protocolo de autopsia, fue: “Manipulada quirúrgicamente con el propósito de extirparle
los riñones, el hígado, parte de su sangre y arrancarle, con toda su piel, la
cabellera”. Para luego, abandonar sus restos en un parque de la ciudad.
Días después, en una céntrica
sala de cine, un ex cirujano recibió un maletín con la suma de siete mil dólares,
como cancelación de su fechoría. Camino al hotel, el nervioso sujeto, consignó
un liviano envío en un Courier, compró dos finos perfumes, tres CD de Shakira,
una botella de aguardiente y una maceta con orquídeas. Ya en la habitación,
efectuó una llamada de larga distancia, anisó su garganta con el importado licor,
encendió un cigarrillo y tras responder al llamado de su vejiga, inició el
acostumbrado ritual…
Con cuidado sacó
la planta y vació la maceta. En el fondo y envuelto en plástico, situó el
dinero, retornó la tierra y las orquídeas a su lugar y tras humedecerlas las
encomendó con halagos a los últimos rayos de sol; metió en una funda la tierra
sobrante, aseó el piso. Ingirió tres bocados más de su bebida y pensativo, se recostó
a repasar el plan de retorno, previsto para el día siguiente, mientras
contemplaba en la ventana el disfraz de su botín. Ya ebrio, se quedó dormido.
Tras dos horas de inquieto descanso…, ¡recordó! ¿Las orquídeas…? ¡Ahí! en la
penumbra dormitaban. Encendió la luz, la tele, un cigarrillo; bebió dos tragos más
de su aguardiente y molesto por las noticias, se enfureció tanto que cambiando
de canal optó por suspirar con la telenovela. Entrada ya la noche y solo después
de obedecer a su vejiga, llamar a larga distancia, arrojar la tierra sobrante
por la ventana y liquidar el contenido del licor, se encaminó pensativo y hambriento
al restaurante.
Satisfecho con
la afrijolada bandeja y la cerveza importada, decidió pasearlas y quizás,
agasajar sus miedos con algo de diversión. Deambuló curioso, por cafés,
discotecas y bares, sin encontrar con quién distraer sus patéticos temores.
Tentado por la música y paranoíco por la idea de ser espiado se detuvo en seco
en una Salsoteca, miró a su izquierda, miró hacia arriba, taladró su mirada a
la derecha y burlando su neurastenia se consoló: —¡Ah! pálpitos de oficio…
…Ya adentro al
ambiente lo sintió cálido y seductor, su ritmo favorito sazonaba el lugar, cocinando
el regocijo de incontables brujos y salseros. Animoso se sentó al final de la
barra, encendió un cigarrillo, ordenó una cerveza, y tras ingerir apenas dos
sorbos de la refrescante bebida, hostigado por la frecuencia, se encaminó al
orinal. Mientras calmaba su necesidad, cavilaba “Tres frías más y me marcho, no
vaya a agarrar una pea. ¡Que va…! Mañana me espera un agitado día”. Resuelta su
forzosa urgencia atravesó pedante la pista de baile y cerca ya de su lugar,
constató emocionado que una bella trigueña ocupaba el taburete contiguo al
suyo. Se acercó con vientos de conquista, agarró su huérfana cerveza, se la
trastornó y, en arrogante tono invitó a la joven a moverse. Rechazado con una mirada de burócrata; no imploró como su
primera vez, pero sí enardecido ordenó: ¡Oye…! Otra, pero bien fría. Se la
sirvieron…, saboreó dos tragos más de la bebida, miró con desprecio a la mujer,
cruzó los brazos encima de la barra y descansando en ellos sus inquietas
neuronas, prefirió “echar cabeza” un rato… —¿Por qué coño, la tele encubre? Bostezó…….......
A partir de su “nego”
inaugural y la pugna con su constante hemofobia (20) vivía
tenso antes, durante y después de las sanguinarias tareas. Dudoso del siguiente
encargo. Atento a todos los noticieros, presto al ruido de su móvil y las
instrucciones que por escuetos mensajes recibía. Entraba al país aprovechando
el risible control, procurando en todo momento, pasar inadvertido y una vez en
la capital se alojaba en el mismo hotel y en las habitaciones cuyas ventanas
daban a un solar de escape. Frecuentaba lóbregas iglesias, arrodillándose en el
más apartado rincón y con los ojos cerrados, se recreaba con los extensos
silencios interrumpidos solo por los balbuceos de los escasos feligreses o la
chirriante acústica de las bancas al ser despertadas. Llegada la fecha y hora
se dirigía al lugar ordenado y cerca de llegar, encubría sus nueve dedos con
guantes de látex. Observando su alrededor, accionaba la cerradura de la ambulancia,
provista con todo lo necesario para el cruento propósito, además de la artesa,
que albergaba al amordazado donante. Cerciorándose, una vez más, de estar
completamente solo la abordaba; ya adentro, trababa la cerradura, encendía el
reflector, se colocaba el mandil y administraba la anestesia. Mientras ésta hacía
efecto, anudaba en el guante el dedo faltante y entonces sí, procedía a
realizar solo las incisiones necesarias para la extirpación de todas las partes
que habían sido ordenadas. A menudo tropezaba con aprietos
pero su prioridad era la integridad de los órganos, no el futuro del mortecino
cuerpo… ¡Él era un profesional! Con ligereza y en solución salina guardaba las
secciones requeridas, en el fétido compartimiento refrigerado. Dependiendo de
su estado de ánimo cauterizaba las heridas, si no, simplemente las ignoraba.
Terminada su tarea cubría el agónico o cadavérico cuerpo con la sucia frazada;
rociaba sus enguantadas manos con alcohol; las secaba con las faldas del
percudido mandil; se lo quitaba; barría con la mirada el caldeado lugar, y
cerciorándose de no dejar nada al azar, extinguía la luz. Con precaución
entre-abría la puerta, exploraba los alrededores y, otra vez convencido de estar
solo, descendía al fin del improvisado quirófano. Fingiendo ser un comedido
transeúnte, recogía el pago inicial, contenido en un paquete a modo de tranca
del neumático izquierdo y sin regresar a ver se esfumaba del lugar. De camino
al Courrier donde enviaba el dinero, estrujaba los guantes y los tiraba en
cualquier alcantarilla. Desde su “nego” de enganche, sabía que alguien vigilaba
todo el lugar, que colocaba la tranca y conducía la ambulancia. Nunca adelantó
su llegada, ni retrasó su huida. No le interesaba… ¡Él era un profesional…! Los
siguientes días se sentaba en las Iglesias o vagaba por la ciudad hasta la
llegada del mensaje ordenando la sala de cine y la función, donde una incógnita
mano, envuelta en sombras y siempre desde atrás, cumplía con el pago final. Al siguiente día
y sin olvidar ni siquiera los imprevistos, abordaba el autobús de las nueve de
la mañana y no se
mostraba hasta el séptimo día del siguiente mes cuando, con ponderada
cordialidad, saludaba con el
esquelético portero del hotel.
...……Volvió en sí,
con demasiada sed, al querer variar su postura, sus músculos no obedecieron,
sus diecinueve dedos respondían, pero con enigmática demora, intentó abrir los
ojos, pero un aplastante dolor se lo impidió. Quiso levantar la cabeza, pero tampoco
pudo. Aterrado, se dio cuenta que estaba fuertemente atado a lo que por
abrigada y blanda parecía ser una cama. Intentó gritar, pero su lengua ocupada
solo en lamer un áspero conducto no le permitió. Emitió asfixiantes ronquidos
de ayuda, pero nadie fue testigo de su discordante empeño.
Así sobrellevó
eternas horas de angustia, hasta que, al borde de la astenia total, escuchó que
alguien ingresó al lugar. Convencido de que esta vez, sí iba a ser escuchado,
resopló sin interrupción. Por fin, su arrollado espíritu se deleitó con el,
buenos días, más disonante y consolador que jamás escuchó. Sí, era el saludo de una enfermera con labio leporino y
de nombre Ñolanda que después de refrescar sus labios y humedecer su lengua con
exquisitas gotas de agua; en tono profesional le explicó: se encontraba en un hospital,
se alimentaba con sueros, receptaba sangre por una sonda y por orden del médico
había sido atado previniendo que, al despertarse, interrumpa la entrada o
salida de fluidos o más peligroso aún, se quite los vendajes que envolvían
parte de su rostro agravando su precaria condición.
Refrescada su garganta,
escéptico por la explicación recibida, pero impaciente aún por la necesidad de
movimiento, en angustiado tono el hombre suplicó: —Goor Diogs… ¡Gueesáteme!
La auxiliar ignorando su
ruego, una vez más lo tranquilizó y tras explicarle que iría por el médico… dejo
la habitación.
Transcurridos cuarenta
minutos que le parecieron semanas, oyó rumores y varios pasos acercándose. Y,
enseguida, una pausada voz, decirle… —Buenos días amigo, soy el doctor, me alegro que por fin haya despertado. Es mi obligación informarle, que hace cinco noches lo encontraron en la puerta de una iglesia, la policía lo trajo y aquí evidenciamos, con estupor, que lo hurgaron quirúrgicamente; le extrajeron un riñón e intentaron también robar su hígado, pero a pesar que estropearon mucho su organismo, algo les hizo desistir. ¡Ah! y lo que es más nefasto, robaron también sus ojos.
Ahora, si usted
afirma, que no va a interrumpir los sueros, ni retirar las vendas, los agentes
aquí presentes, lo desatarán, mientras yo retiro el conducto de su garganta. Si
desobedece, volverán a atarlo.
¿Entiende usted su
situación?
Después de un prolongado
silencio el sujeto, respondió: —¡Oguedeceré…! Oguedeceré…
Solo entonces,
el Galeno, inició el retiro del conducto y los agentes procedieron a desatarle
y, mientras lo hacían, uno de ellos interrogó: —Escuche señor: para continuar con las investigaciones,
precisamos su identidad, su dirección, su
lugar de trabajo y el número telefónico de su familia. En nuestros archivos no
hay registros de sus huellas y al ser encontrado, vestía un mandil y solo le abrigaba una sucia frazada;
tampoco, tenemos ningún testigo.
Necesitamos que nos informe los detalles de la
agresión; responda por favor, que el oficial
registrará su testimonio.
Libre al fin de
la emética tubería y aplacada su sed con breves sorbos de agua, el sujeto
visiblemente adolorido y con hablar entrecortado exclamó:—No sé quién
soy… No recuerdo que pasó... no se mi nombre…,
No recuerdo nada… Solo me inquieta una
imagen, que así como llega…, Desaparece.
***
El médico y los
oficiales se miran impacientes. Tras
segundos de perplejidad, notan que el sujeto se estremece, bajan sus rostros y
silenciados por la compasión observan como él, libre ya de las amarras, mueve
muy lentamente sus piernas, cambia la posición en el lecho, abre sus azulinas
manos permitiendo que sus lánguidos dedos se desperecen, que confirmen el
conducto del cuello; que palpen los vendajes de su vientre; que acaricien los
apósitos de su rostro y resignados por fin a su infortunio se entretengan en un
incesante y recíproco manoseo.
Los detectives y
el galeno se miran otra vez.
Ahora sus
rostros evidencian una irrefrenable y devota incertidumbre por aquel desventurado sujeto, que, en un cerrar
y abrir de ojos, la fatalidad le encaminó hacia un insospechado futuro.
Entonces el
doctor como retornando de la pesadez de sus cátedras, rompe el desesperante silencio
y con elocuente tono intuye:
—Escuche
con atención amigo, es en realidad lamentable, pero sospecho que la anestesia
usada para el ilícito fue exagerada, parece que le causó algún tipo de amnesia.
Prescribiré medicamentos. Mañana vendré con el especialista, procure dormir y
recordar por lo menos, cómo perdió su dedo. Y haciendo una seña ordena a los agentes que ellos también abandonen la habitación.
Confundidos
obedecen y se dirigen a la puerta, pero uno de ellos regresa al lecho y en tono
enérgico interroga:
—¡Señor,
dígame… ¿a que " imagen" se refería usted hace un momento?
Sin dejar de
acariciar sus azulinas manos, el sujeto revela...
—Es tan
solo por instantes..., que en una insoportable oscuridad se dibuja una ventana
de orquídeas y en ella aparece y desaparece una niña rapada, que desenredando
una rubia cabellera no cesa de llorar.
— ¿...?
Al salir, en la
hoja de registro aún sin nombre, el doctor…
...garabatea: N.N.
(19) Ojo por
ojo, diente por diente.
(20) Hemofobia:
pánico a la sangre.