IV Manda-miento



Y… HONRARÁS A TU PADRE Y A TU MADRE

“Omnia mea mecum porto” (11)


Mi obsesión por esquivar la vida y otras formas de alivio iniciaron su huida a partir de aquella tarde cuando transitaba nostálgico por las concurridas Ramblas.

El entretenido ir y venir de cientos de personas con aires de reunión, secuestradas por paquetes, y apuradas por llegar —¿quién sabe adónde—?, distraían por instantes mi constante depresión seguida del imprescindible cigarrillo. Tantos rostros felices..., envidiaba. Ninguno endulzará otra amarga Navidad.

Rebuscando conversación, me dirigí, curioso, a un lugar que prometía: “Paz y fortuna... Preguntando al Tarot…” Una vez adentro cambié de parecer, pero fue demasiado tarde. Una mujer, cigarro en boca, tomó mi brazo y me condujo a su sombrío cubículo. Acercó una silla, me invitó a tomar asiento y rodeando su mesa de promesas, se sentó frente a mí. Del sugerente busto, sacó un mazo de naipes y tras barajarlos, ordenó que tomara cinco. Receloso obedecí… Me disponía a preguntar qué hacía con ellos, cuando sin dejar de observarme ordenó situarlos sobre la mesa. ¡Atiza…! dijo y añadió —El Diablo, el Papa, la Templanza, el Loco y el Juicio… ¡Que extraño! Mostradme chaval tu mano izquierda.

Tomó mi mano, la observó con atención y en tono afectuoso concluyó: —Mirá moreno, si hubieses tomado los naipes del mismo lado, poseeríais valor: tus conflictos los resolveríais sin retraso; más, como las habéis agarrado desigual y en tan exótico orden, leo verdades de las que quizás no conversemos nunca. Ni bien te vi entrar percibí tu desdicha. Los naipes te desnudan y tu mano lo confirma. Me predestiné con un tío igual y te juro que fuimos felices.

No entendí nada, pero a partir de aquel instante me convertí en su feliz rehén. Abandonó los presagios y empezó a preguntar y yo, a responder. Escudriñó mi origen, mis afectos, mis congojas y con ternura respondió mis exiguas preguntas. Sin pensarlo nos encausamos en una tierna conversa, que flotó entre risillas y flirteos y encalló con una súbita invitación a su casa… Titubeé un rato, pero anhelante de compañía y hechizado por su dulzura, asentí. Dejamos el lugar y tomados de la mano nos dirigimos a la parada del metro y lo abordamos. Juguetones, como un par de adolescentes, llegamos a su piso en Cornellá, preparó cordero, improvisé una ensalada y sin dejar los halagos, las caricias y los vinos, presurosos, nos sentamos a cenar…

…desperté horas después con la algarabía de sus amigos que provistos de guitarras y ambrosías llegaban a ensalzar la más canturreada noche del año.
Elogiamos nombres, estirpes, costumbres, pasiones y más de una vez propusimos brindis por las encefálicas tías, por los taquicárdicos tíos, por las viejas pesetas, por los recios Euros, por los quinientos años y desde luego… por la constante arremetida de los sudacas. Y, a partir de las doce de la noche, intercambiamos abrazos, augurios… y desde luego más y más vino. Mi lucidez amortiguada y confusa por canturreadas jeringonzas otra vez se obnubiló…

…Sin llegar a abrir los ojos y, a pesar de la resaca. ¡Hostia… qué agradable despertar! ratificado con un beso y tonificado por refrescantes cerezas.
¿Qué más puede pedir un rehén…? Deliraba…

Entre tiernas caricias e inusitados sonrojos jugamos por fin al amor. Fantaseando dormitábamos… y traviesos despertábamos. A pesar que me sentía de maravilla, intenté dejar el lecho y retomar la realidad.
Ella, embellecida de encantos no lo permitió, tomó mi rostro lo besó repetidas veces y con generosa ternura ordenó —¡Nooo!... no te marcharás querido. Me siento muy a gusto con vos. Mirá, intentaremos un feliz embrollo, te mudarás hacia acá, juntos pasaremos nochevieja y quizás el resto de nuestras vidas… ¡Ay…! Mi chaval… Por nada os apuréis, dormíos un rato mientras voy por la compra; a mi retorno, prepararé lo que os apetezca. ¿Estamos chiquillo?…

Tras un corto susurrar de ducha, reapareció ataviada de un llano vestido color durazno que erguía más aún su misterioso aliento y en sus manos, bocadillos y una gélida cerveza. Colocó la bandeja en la cama, resguardó mis labios con un beso y canturreando un pasodoble se marchó…

…intenté dormir un rato pero no lo conseguí. Era tal el peso del sosiego que las lágrimas brotaron sin control. Me sentía tan feliz que lloraba como un niño. Jamás imaginé que intimar con una mujer resultaría tan placentero, tan relajante y tan perfecto. Siempre lo consideré como un acto vedado para mí, si no llegaba a cumplir con: ¡No se qué…! Qué reducido vivía. Descubrí también que nunca antes respiré tanta ternura; que nadie mostró tanto interés por mí; que nadie preservó mis temores; que nadie celebró con tanto afán mi presencia; que nadie me incluyó en sus planes, ni se interesó en los míos... Lloraba, reía y retozaba en el lecho. Cerré los ojos y transité por mi corta historia en busca de algo parecido… ¡No lo encontré! Lo que sí irrumpió fue una vida, asfixiada por la constante censura. Resucitó mi infancia, la ruidosa casa de mi abuela, el agitado barrio, la desidia de vecinos, la maltrecha escuela, los fugaces recreos, mis travesuras, los crueles castigos de rodillas sobre frijoles y ¡sin lágrimas! porque el tiempo se extendía… Me miré en las vegas, me relamí los alfajores, los mangos verdes con sal. ¡Oh… la sal prieta!... Reviví la perezosa risa de mi hermanita. Las peleas de mis padres, mis rabietas, mi sed de refugio, mi necesidad de caricias y mi gran amor por las antigüedades… —¡Deja esas vejeces!. —¡Las tareas primero! Imponía el tío. Una noche, tras un alboroto mi padre se marchó… Quise ir con él, Lo supliqué… y me pegaron como nunca, y yo; quedito sin llorar. A los pocos meses mi abuela sentenció: —¡Si no está mi hijo, usted sobra!

Repletos de maletas llegamos donde la tía en la capital. Setenta y siete gradas desde el taxi. Sitiados en la sala, forzados a dormir tarde y a levantarnos temprano; en el sanitario... solo diez minutos; y en la ducha, solo el sábado. Temblaba de frío, tiritaba de impotencia. Ridiculizaban mi nombre y sacudían mi apellido. Nadie me defendía. Añoraba mi clima, mi pequeña habitación, las salamanquejas, el nocturno cantar de mi abuela, sus breves caricias y los furtivos juegos en la calle.

Salía el sol y tras bajar cinco pisos, caminar treinta cuadras y acatar normas en la fría y obscura escuela; emergió mí tartamudez que mudaba a diario mis apodos. Y tras ocho horas de memorizar fechas, contestar las mismas preguntas, caminar hambriento y escalar otra vez cinco pisos, tropezaba casi siempre con la impostergable orden —¡Oye! ve a la tienda. Cumplido el mandado almorzaba en silencio y en medio de densas tareas… ¡Nuevos mandados! Y un día mi madre anunció: —A partir de mañana te ilustrarán en la Iglesia. En un mes recibirás la primera comunión… Y así fue: Veinte tardes de lo mismo. ¡Qué historias me refirieron! ¡Qué castigos me anunciaron! ¡Qué mandatos me obligaron recitar…! Hasta que llegó el temido viernes cuando un fétido aliento buceó perverso en mis oídos escudriñando más deslices y regodeándose con el asco que le causaba sus libidinosas preguntas. Decepcionado por mis leves cuitas, con apuro sentenció: —Treinta, de ni se qué, quince, de ni sé cuánto y diez, de ni sé que más. Mientras borroneaba en el aire un garabato de cruz, enojado ordenó: —¡Qué se arrodille el próximo! Y llegó por fin el sábado blanco. Y mí oído se embromó: —Despierta “hijito” levántate aprisa, que por fin recibirás al padre Dios.

Pasando saliva mientras todos desayunaban recalentadas sobras, fantaseaba: ¿Llegará el desobediente papá…? Y, al instante, mientras la perfumada mano de mi tía me estiraba; la rechoncha mano de mi madre me peinaba con saliva; así, en estampida llegamos a la anesteciante Iglesia. De la tal comunión… solo recuerdo: el bullicio, los insoportables zapatos y la corbata que apostaba por mi ayuno. ¡Ah! y un millar de recuerdos que un abultado señor puso en mis manos. Lo que no olvido, es cuando mi madre solemnemente untada de una pasión insólita , soltó la mano del obeso, me rodeó con su cartera y generosa como nunca, estampó en mi mejilla, un desmayado y estreñido beso. Y cómo olvidar la parentela que después del agrio sainete batallaba por conseguir un recuerdo… De montón en montón los regalé todos. Solo guardé uno: el de un señor bastante delgado con sombrero de espinas y aires de rebelde. En desbandada retornamos a casa y tras una nube de invitados, un presuntuoso brindis y un graso almuerzo empezó el bailoteo y los gritos de salud, salud. — Qué viva el santito. —Qué viva la dueña de casa… Al amanecer… se fueron todos, solo se quedó él señor de los recuerdos. Mi hermanita y yo a dormir en un closet.

Desterrado el inmaculado día, arribó el lunes y con el, “los aciagos gritos”. ¡Oye!, deja de soñar… y acompáñame donde la costurera. Y un nuevo grito para los domingos —¡Ve a la Iglesia! Ve con tu hermana. ¡Ah! y no olvides comulgar.

Y al concluir la escuela ingresé a la secundaria y a otro sufrimiento —¿Eres tartamudo? ¿O te gusta que te atiendan todo el día? Y en el tal deporte —¡Patea como macho! —¡Apúrate! —¡Levántate! —¡Retrásate...! Hasta que otra vez mi madre barajó mi vida. —¡Al fin nos vamos…! Mi amigo me consiguió un trabajo en el Oriente.

Arrancado de mis antigüedades, viajamos toda la noche y allá fue peor. Encerrados en dos cuartuchos, repelidos a diario por el amante-jefe, amenazados en la calle, por su “legítima” esposa y excluidos en la escuela nos resignamos sumisos a las nuevas voces: —¡Dedíquense a estudiar! —¡Vayan a la misa! —¡Regresen enseguida!. No se queden en el parque. Y al volver... —¡Silencio! Intento escuchar el fútbol. Hasta que un día sonreí de verdad… Mi madre, abultada de misteriosa bondad, nos obsequio un hermanito… Qué ternura inspiraba; qué respeto exigía. Cómo su inmensa paz, invitaba al silencio... Tanto, que hasta los gritos se adornaron de ternura.
Pero una lluviosa tarde de viernes enfermó…

Rechazados en el hospital, su padre ahogado en alcohol y sin ahorros en la azucarera… Obedecí: —Asegura bien la puerta, empeñaré la tele e iremos a la capital…

Tras ocho horas de incesante llanto en el destartalado autobús, el niño murió en mis brazos y al llegar..., ahogados entre lamentos, mirones y preguntas, la policía secuestró el cadáver.

Enmudecidos fuimos donde la tía y a la mañana siguiente lo rescatamos en una cajita blanca que después entre alaridos y abrazos la obscurecimos con tierra. Hastiados de lamentos y prohibidos hasta de llorar, retornamos con reprimendas y gritos a los húmedos cuartuchos. Ahí, se le acabó a mi madre su amante y al siguiente día… se le acabó... Su trabajo.

Suplicantes regresamos donde la tía y tras un mes de audiencias gritos y mandados; estrené nuevo colegio y claro… nuevos apodos. Y se reanudaron los gritos —Ve a la tienda. —Deja las antigüedades en paz, o las arrojo por la ventana. Y así entre sueños geografía, tartamudeos y mandados, pasaron, sin sentir, los semestres hasta que un día escuché la gran idea, hipotequen el terreno de la costa y emigren. Qué felicidad la mía —¡No!, tú te quedas, cuidas a tu hermana. —¡Y!... tendrás que trabajar.

Se marchó y nos quedamos con la tía y con las infaltables vecinas. Y los meses devoraron los días, hasta que el cartero barajó la rutina; trajo consigo el pasaje para mi hermanita y... en la noche la llamada: —Ayúdala con los documentos, acompáñala al aeropuerto. Ah… Escucha . Tu tía te tiene ya un trabajo en el Ministerio. ¡Obedecerás! No me harás quedar mal. Y.. Que Jehová te bendiga…

Al fin un respiro: mi madre y mi hermana lejos y la tía en las nubes. Mi salario de burócrata me consentía, pero el cinismo me enervaba. Labores de un día, había que hacerlas en una semana… Al protestar me “instruían” —“Serénate guambra… ¿Intentas dejarnos sin trabajo…?

Sumergido en olas de tedio, ociosidad e hipocresía, en un mar de fariseos mezquinos y corbatas empecé a contaminar, yo también, el pelotón de la desidia, a comprar libros viejos y sin darme cuenta hasta empecé a fumar.

En momentos de soledad declamaba en alta voz las cuartetas de Nostradamus… No las entendía, pero si logré corregir mi tartamudez.

“…Le divin verbe sera du ciel frappé,
qui ne pourra proceder plus avant:
du reserrant le secret estoupé,
qu'on marchera par dessus & devant…” (12)

Desnudo frente al espejo, algo me chocaba. Algo no estaba bien. Quería ser otro… Nacer otra vez… En un gimnasio, trabajé mi cuerpo y tras un año de transpiración, euforia y espejos, por fin lo esculpí… Pero un sábado de deliciosa soledad el cartero enfadó la rutina: llegó con mi pasaje… Redactaron mi renuncia y… la firmé. Obtuve el pasaporte, preparé mi equipaje y henchido de encargos, curiosidad y temores desfilamos al aeropuerto. —¡Ahí dejo mis deseos y mis libros, tía…!

Y... por fin en las auténticas nubes ¡Qué horizonte! ¡Qué respiro…! Que atenciones… —¿Está todo bien señor…? —¿Prefiere otra almohada señor? —¿Otra cobija señor? Y… tras un corto regodeo de solvencia y seguir a un rebaño de insolventes, encontré a mí otra tía: —Bienvenido sobrino... Pero... ¡Qué majo estás…! —Vamos a casa, descansa, pues viajarás en el tren de la noche, tu hermana te espera mañana, rentó un piso y hasta tiene un empleo para ti.

Así lo dijo… y así se hizo. Martillados mis oídos con nueve horas de tracatá y tracatá y mi cerebro confuso por el graffiti de la estación: “Necios: Parad el atropello a la incertidumbre, llegué casi sordo a la extraña ciudad. Y en el andén, mi hermanita y en su mano: su blabláfono —Hola ñañito, mamá te quiere hablar —¡Hola chaval…! Por fin en Barcelona ¡eh…! No fui a recibirte, puezz... mañana leeré en el templo; Te veré cualquier fin de semana ¿Estamos? ¡Ah! Que Jehová te bendiga…

Atorado por sobresaltos, pesadillas y rezongos del vecindario, dormité todo el día, hasta el anunciado ingreso como aprendiz de cantinero; buena paga, gente extraña pero humo a morir.

Entretenido en el lavado de copas, reparto de cañas, tintineo de tragaperras y aseo del lugar; sobrellevé los adormilados días, las lluviosas semanas y los venteados meses. Solo los domingos, entretenía mis preguntas con algo de lectura o paseos por la ciudad acicalada de indiscutibles antigüedades.

Al salir del otoño, me quedé solo; mi hermanita se marchó a visitar a mamá y yo, a diferir por treinta días mi deber de sazonar. Fue en ese tiempo de malestar y hastío cuando otra vez se barajó mi vida, sucedió una noche de sábado, cuando escuché la ronca jerga de un marroquí, que disfrazado de rebelde entró a la taberna. Me llamó tanto la atención que sin reparos atendí su charla, convirtiéndome, desde ese instante, en su diario pañuelo: miércoles, quejas por el maltrato de su esposa; jueves, lágrimas por lo que las mujeres son y no son; viernes, sermones y préstamos… Y una equívoca madrugada, delirante en soledad, se coló en el piso; que amaba mi compañía, —dijo—. ¡Juzgo mi error! Me supo... a confesionario. Y, continuaron sus recreos… y mi torpe compasión. —“Solo quiero lidiar la noche…” —Decía.
Al retornar mi hermanita, sacó sus cosas y sin palabras, se mudó. Tres días después, apareció mi madre con un apocalíptico pastor, me leyeron las “Camorras” de Sodoma y con plegarias clamaron por mi perdón. Consolando mi homofobia (13); la injurié… Aliviando su esquizofrenia; me golpeó. —Que Satanás te purgue en su antro y que Jehová se apiade de tu alma —dijeron al marcharse—. Hasta el día de hoy no he hablado con ella..., Peor aun con mi hermanita.

El vividor se marchó, pues le nació otra hija de su “amargo” matrimonio. Abandoné el piso y me mudé a una pensión. Ayer salí a llenarme de gente y hoy despierto en brazos de esta dulce mujer…

Extinguidas mis lágrimas, sosegado y en paz, intenté dormir un rato… pero el repicar del teléfono me interrumpió: ¡Aló! aló, contesté temeroso. —¡Hola chiquillo —¡Levántate! —¡Dúchate! —¡Vístete! —Cierra todo y baja, que pasamos por ti en cuarenta minutos… —Es que... Luego de ir al mercadillo, crucé al cotilleo con mi familia, sabes... Ahora todos quieren conocerte. —Y... abrígate que el frío pela… —Un beso… —¡Ah! y baja también la bombona del butano… —¡Estamos!

Abandoné el lecho, me vestí, tomé un papel y anoté:

Las últimas veinte y cuatro horas, han sido las únicas de mi vida… Gracias. A partir de este instante, haré lo que en mi interior resuelva.

Un beso… Tu chiquillo.

En el cenicero al salir del ascensor arrojé casi intacto el paquete de cigarrillos, junto a la vetusta estampa; recuerdo de la tal...        

Comunión.


11 - Llevo todo lo mío conmigo.
12 - El verbo divino será herido desde el cielo, / quien no podrá seguir mas adelante:
del atacado el secreto eliminado, / que se caminará por encima y por delante.
13 - Homofobia: pánico a los homosexuales.